Foto: Sandro Miller | Diane Arbus
Sí, también soy de los que la primera vez que escucharon el nombre de Diane Arbus fue en FUR, luego, ha sido difícil hablar de Arbus sin tener en mente a Nicole Kidman. Luego está todo el delicado tema de la fotografía, de lo que Arbus significa para el arte y de lo magnifico en el misterio de la construcción de su obra. Diane, y aún hoy siguen naciendo seres misteriosos que escriben cartas de amor para vos.
¿Quién entiende el lenguaje en el que conversan las aves de la migración de los atardeceres extraviados? ¿Quién aprendió a conversar con los árboles dorados que habitan el centro del bosque en una montaña helada de Irlanda? Sólo, quizá, quien haya aprendido que el cuerpo es un caja de resonancia y que el sonido que emitimos es la imitación de la belleza. La belleza tiene mil caras, los sabía Diane.
En un fragmento de un poema escrito por Balam Rodrigo (arquitecto de la metafísica) explotan los mundos pequeños de otras habitaciones, de las desconocidas habitaciones de una cíclope cuyo ojo siempre vio la oscuridad como la línea perfecta de su horizonte: «Dios reía cuando nacieron los monstruos fotografiados por Diane Arbus.» Entonces yo también siento enormes deseos de ser uno de esos monstruos y que luego alguien me escriba un poema, chiquito, de amor por el placer de sentir el amor entre las venas.
«El ejército del asombro ha decapitado al gigante del miedo, ese Goliat que derribó Diane con sólo lanzar una córnea de plata al monstruo del corazón.» Dice Balam, que su «Braille para sordos», es un trabajo que debe leerse con el corazón, pero dentro habrá que derribar nuestros propios monstruos para la doble lectura, la poética de Balam y la imagen de Diane. No somos expertos en reparar nuestros corazones sino en romperlos, pero habrá que hacer ese plus de resistencia humana para no caer vencidos ante la lectura. «Toda belleza es monstruosa, aunque no haya más monstruo que el corazón. Toda fotografía de Diane es un juguete poético, un fragmento de la eternidad, rescoldo de una pira sagrada cuya brasa termina por devorarnos el alma.» Pienso entonces que Downey Jr. se ve de una belleza opaca en la película, no porque la Kidman lo opaque sino porque la Diane real es un ser difícil de capturar en una imagen, se necesita entonces leer la vida y para leer la vida, se debe atender al sonar de nuestro radar, el corazón, ése animal furioso que sabe a mar.
Braille para sordos es un texto hermoso, sonoro, un bello canto a la vida, construido para ser leído con el corazón, de eso no cabe la menor duda. ¿Por qué nos destruimos al ser confrontados por este tipo de textos? Cabe la posibilidad de que nuestra imposibilidad de ver la belleza real radique en el hecho ineludible de que la hemos nombrado en lugares extraños a ella. Hemos llamado belleza a todo aquello que en verdad está lejos de serlo. Aún así, siguen existiendo esos hilos de multiplicación de la belleza donde la vida se manifiesta en pedazos fragmentados de luz. Luz que irradia las oscuras salas de lo impalpable.
«Una fotografía es un organismo de luz que atrapa la belleza desmembrada, como la lengua de los poetas, en el negro pozo del tiempo. Palimpsestos del horror, fetiches para invocar el misterio, las fotografías son talismanes para la ensoñación, llaves para abrir el envés del mundo: máquinas de mirar.»
No se puede mirar con los ojos carnales la encriptación del mensaje. Somos sordos que utilizamos el corazón como guía. Todo aquello que afirmamos haber visto en realidad no lo es, la latitud de este mensaje va más allá de la simple compresión de la mostruosidad hecha imagen, fabricada desde la belleza en estado puro. Diane, los árboles te abrazan y graban en su savia el color de tus ojos, querida.
«En medio de esta página sin mácula ―hoja de nieve― hay un ángel mendigo haciendo una fogata negra hecha de sombras, de noche, de amargas sílabas que alimentan el fuego de la escritura. Levanta las manos al cielo y hace braille con los astros: lee la inmensidad y el silencio de Dios. Alrededor de la fogata se reúnen hombres solitarios a calentarse las manos, a recuperar el olvido y recordar las cosas primitivas, la antigua comunión con la lengua: silban. Mientras, el ángel mendigo parte el pan del asombro y reparte las barajas del silencio. La muerte, que ha llegado en el último tren de la memoria, se sienta a jugar con ellos. Juegan con naipes hechos de tiempo y nada tienen para apostar más que la cordura: todos quieren la partida y ganar así el trigal de monedas de la demencia.»