domingo, 10 de mayo de 2015

Carlos Ordóñez: Disturbio en el fragmento 119 de Heráclito



Muy cercano a una honda belleza, una belleza que sólo el lenguaje puede alcanzar, el Disturbio en el fragmento 119 de Heráclito es la miga de pan que de los días de fiesta desean los grandes comensales de la mesa. Digamos que hablar aquí de lo bien escrito que está, que las imágenes y el uso de una metáfora verdaderamente profunda, sería enredarnos, así que alcanzaré a decir antes de que ustedes se aburran y me manden a la mierda que de Carlos Ordóñez toda la fuerza contenido en este libro que se aprende solo: como los colores en los atardeceres, como el sonido del agua entre las piedras cuando fluye tempestuoso en su cauce al mar desde los ríos.

***

Cartografía de las ruinas

Bajo la noche en que los galopes fisuran las cuerdas del silencio, entre los escombros de un puente en vilo, donde arrojé mi niñez contra la corriente de algas y peces endebles, bajo los soportales donde acude mi voluntad a descubrir el resplandor.

En mi memoria contemplo la danza de los insectos alrededor de la luz, advierto la puntada del marfil en la herrumbre de mi corazón. Vienen a mí las espirales del presagio: oigo nudos vivientes dentro de un albergue sin ventanas, los signos se ocultan sobre la durmiente del tejado, las flores enfermas reposan ante el acto de la yema de los dedos.

No conozco canto más dulce que el verde gorjeo de un pájaro enredado en las venas de la mediaurora. Mi voz se desliza entre las manos de aquel que en su videncia aguarda la revelación de la luz y canta sediento en las ceremonias de los zahoríes. Mi voz es el eco inmerso en la caverna, la sílaba que silba la sombra del viento. Allí abro el cuaderno teñido con sangre, allí corto el árbol para incendiar la casa del augur.

Refulge el licor deletéreo en las brasas del sufrimiento; la piedad devana lirios para los muertos; habita el silencio, el consuelo, junto al fogón de la madrugada, y así nace la claridad: revive la savia del arcano en la oquedad de las jícaras, de sus profundo pozos surge la tempestad.

pág. 25.