miércoles, 24 de febrero de 2016

En defensa de la integridad humana del oficio de escribir



En 2011 yo tenía 27 años y recién publicaba mi primer libro. Cuando me acerqué a la oficina del departamento de la carrera de letras en la universidad nacional en SPS para regalarle un ejemplar de Partiendo a la locura (Ñ Editores, 2011) a una persona a la que dentro de mi ingenuidad yo consideraba un amigo, él me dijo viendo la portada de mi libro y luego poniéndole sus manos encima: «bien, ya hiciste el primero, hacer otro es difícil», luego lo puso a un lado y siguió en lo suyo, que quizá sería revisar exámenes de estudiantes o pasar notas, o revisar el plan de estudios del periodo, qué sé yo, la vida de un maestro de literatura en Honduras puede resultar ser excitante.

De ese primer libro jamás dije nada, y es que es tan malo, lleno de errores ortográficos y muchas otras cosas  que son producto de la ingenuidad del momento y de cometer el error de la autopublicación, muy poco puede resultar lo que en verdad hasta el día de hoy tenga valor dentro de ese libro, sin embargo, es a Partiendo... a quien yo le agradezco haberme llevado por otros caminos, es decir, que si no cometo ese error quizá seguiría escribiendo así o nunca hubiese publicado y quizá abandonar la idea de escribir habría terminado siendo la solución. No voy a decir que he mejorado, yo quiero creer que es distinto, que mi proceso creativo y también mi relación con la literatura ha «mutado». Antes de 2011 mi acceso a libros era escaso, luego de ese año conocí personas que me ayudaron a encontrar otras lecturas pero lo más importante es que en algunos y algunas encontré una amistad profunda que no estaba sustentada en la calidad de mi trabajo literario.

Es difícil escuchar a un poeta decir sobre una compañera poeta que su compañero también poeta le hacía los poemas, es decir, lo que este primer poeta decía en una conversación es que la compañera poeta no tenía forma alguna, ni herramientas intelectuales para escribir por ella misma sus propios libros y que eran finalmente escritos por el compañero de ella que también era escritor y que por ser hombre sí era considerado una persona con la capacidad intelectual para escribir por sí mismo y por terceros. La compañera a la que se refería era Mayra Oyuela y quien hacía esta aseveración era Marco Antonio Madrid, abalado por la risa de Mario Gallardo, maestros de la carrera de literatura los dos.

En el blog de mimalapabra Giovanni Rodríguez en una nota que titula «Narrativa hondureña actual: una voluntad posmoderna» en su primer párrafo se queja de las librerías o de que no existan éstas o de que la gente no lea, no me queda claro, lo que sí está claro es que Final de invierno (Il miglior fabbro, 2008) de Dennis Arita es un libro incomible, aburrido de principio a fin y que no es el libro que dicen que es. Con Las virtudes de Onán (Secretaría de Cultura, Artes y Deportes, 2007) de Mario Gallardo pasa que no es un libro malo, tiene ciertos destellos, pero no es la brutal genialidad que Rodríguez dice que es, es decir, no es el santo grial de la narrativa contemporánea hondureña.

Gustavo Campos publicó en 2010 el libro Los inacabados (Editorial Nagg y Nell), que es el libro que yo considero nos terminó de dar un empujón hacia dentro a los que quizá éramos un poco más distantes de la órbita central de la literatura nacional actual, o del escenario de la misma, es eso lo que quizá quiero decir. Aquí es donde por primera vez veo la ciudad como elemento literario, como personaje y como síntoma de la narración actual, una narración marcada por la violencia, el alcohol, las drogas y el sexo, propios de una sociedad urbanizada y moderna (tomando con pinzas estos conceptos) algo que se vería más adelante con dos libros que yo los considero emparentados en cuanto a discurso narrativo, Poff (La hermandad de la uva, 2011) de Darío Cálix  y Autobiografía de un hombre sin importancia (Ñ Editores, 2012) de Ludwing Varela, para mí es aquí donde estamos hablando ya de un cuaje más concreto de lo que empezaría años atrás, estos tres libros son realmente un cambio significativo en el lenguaje a utilizar en la narrativa contemporánea del país.

Ahora, ¿qué pasa entonces con la tan trillada frase de Hernán Antonio Bemúdez: «el eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la Costa Norte», ¿a qué se refiere Bermúdez con esto?, ¿acaso el eje de la narrativa hondureña tomó unas vacaciones en las playas de Tela? Lo que sí queda bastante claro es que la interpretación de esta frase por parte de algunos escritores que se identificaron con ella de inmediato es que cuando Bermúdez habla de «la Costa Norte» se refería a San Pedro Sula y que cuando Bermúdez habla de «eje» se refiera a sus obras y que cuando Bermúdez habla de «narrativa hondureña» habla de ellos.

«El eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la Costa Norte», sí, así comienza el prólogo a Ficción hereje para lectores castos (Mimalapalabra, 2009) de Giovanni Rodríguez, una novela divertida, sin más, y es que en una ocasión me preguntaron cuál era la diferencia entre Cortázar y J. K. Rowling, yo contesté sin dudar que uno había construido una obra más cercana al oficio de cualquier artesano, como quien desmenuza el lenguaje para moldear una historia y que la otra escribía con el objetivo de entretener, nada más, que leer a ambos es tan válido como ver toda la saga de Rocky. En Ficcion hereje para lectores castos Rodríguez sí que nos muestra un lenguaje moderno, una historia que transcurre en SPS, una historia que nos mantiene entretenidos, pero eso, una historia que no nos lleva a ningún lado en especial.

En Infinito cercano (Letra Negra, 2010) de Jessica Sánchez vemos un lenguaje narrativo que nace en el interior de la ser humana que lo escribe, ¿acaso no es ésa la razón central por la que escribe quien escribe sino para salvarse de las cosas más profundas? Este lenguaje narrativo que resulta ser la intención de crear una realidad a la realidad misma (parafraseando a Campos acerca del libro). Existe un pacto entre narradora y quien lee, y es el de te contaré una historia, es ficción, puede que no haya pasado puede que sí, te va a entretener... y es que quien lee buscará siempre un libro que lo mantenga pendiente de lo que viene a la vuelta de la página y no uno que se caiga de las manos. Jessica Sánchez se convierte, en mi particular juicio, en una de las lecturas obligadas para terminar de entender la narrativa actual en Honduras, porque recupera a mi parecer la emoción de contar historias, la dulce sensación de una historia contada como quien nos acerca lo más que puede al pulso más profundo de un corazón vivo.

Entonces, olvidémonos por un instante que el eje de la narrativa hondureña está tomándose una cervecita y bronceándose en las playas de Roatán y centrémonos en lo que motivó este post: «Las contradicciones de misóginos y homofóbicos literatos de la costa norte o las cosas por su nombre», publicado por Gustavo Campos en su blog ayer 23 de febrero de 2016, en la que resume su accidentada amistad con el círculo de escritores de la Costa Norte es decir con los escritores sampedranos. 

A mí lo que me sigue pareciendo completamente desagradable en el asunto es que tras leer el post de Gustavo, yo sólo veo dolor, un dolor de circunstancias personales de las que yo no tengo licencia para opinar, pero sí la tengo para opinar sobre el actuar de autores hondureños de quienes poco o nada de valor humano se puede contar, de cómo el victimario se convierte en víctima de sus propios actos, es esto último lo que finalmente terminará de poner la tapa al asunto.

Quizá una de las cosas más absurdas es tratar de dividir a la literatura hondureña sin mayor criterio que el geográfico, los del norte que son la mera pija y los de la capital que no son... bueno, que son de la capital nada más... y así ahondar en un regionalismo que no resulta ser más que el pensamiento subdesarrollado de un grupo de escritores cuyos triunfos literarios no alcanzan para salir de las fronteras de este paísito, eso o que la mierda en la que vivimos cotidianamente y el calor de SPS les ha fundido sus cerebritos, luego salen estupideces como la de andar por ahí diciendo que la poesía ha muerto o queriéndoselas tirar de chistositos porque despotrican contra gays y mujeres por igual en sus blogs y cuentas personales en redes sociales, con ese ímpetu podrían dejar de escribir y venir a hacer stand up a Coyote y 1/2.

El punto es que todo esto seguirá ahí mientras sigamos dedicando tiempo y energía al chismorreo de las redes sociales y no a plantearlo por escrito pero sobre todo a despotricar contra los que despotrican contra todo. Y no son sus obras siquiera de las que hablamos sino de la tan reprochable actitud de desvirtuar todo lo que se hace y la misoginia y la homofobia, que en una sociedad que se presume adelantadita estas cosas son completamente intolerables.

Todo este asunto en parte se debe a la ingenuidad con la que vemos las cosas, si Giovanni Rodríguez se queja de las exiguas librerías y de los lectores castos, podría preguntarse él hasta dónde la moral se puede estirar sin romperse en cuanto a honestidad en el medio literario y sobre todo la brutalidad con la que se abusa de los estudiantes en la universidad en las clases de español. 

Pero sobre todo es lo condescendientes que somos, Fabricio Estrada por ejemplo decía en su blog que «con Giovanni podemos entrarle a los altos hornos para identificar la poesía en su nivel de fuego blanco», bien, pero yo no veo cómo eso es posible cuando por otro lado se forman criterios equivocados sobre las relaciones personales pero sobre todo cuando se desvirtúa el trabajo de muchos autores por su militancia política o por un posicionamiento ideológico u orientación sexual o por el hecho de ser mujer, finalmente, lo que no se puede es ir por la vida creyéndose el non plus ultra de las cosas en una sociedad con una diversa manifestación literaria. Y es por eso que me uno al llamado de atención que Gustavo Campos lanza, para defender la literatura pero sobre todo para defender la integridad de quienes nos dedicamos al oficio y reconocer que hay cosas que no se pueden seguir tolerando.

lunes, 1 de febrero de 2016

Murakami o la estética de la tristeza



Si existe un soledad inescrutable, quizá habite en las novelas de Murakami. Una soledad tan profunda que cuando no queda de otra entonces hay que dejarse llevar. Pero qué es la soledad sin la tristeza, y qué es la tristeza sin Murakami porque si de algo estoy convencido es que después de leer «Al sur de la frontera, al oeste del sol», sólo queda la tristeza honda para quien lee.

Murakami, en esta novela, no aborda nada profundo en realidad. Muchos tramos de la novela son sólo el producto del hastío, escenas recurrentes, el bar jazz, la referencias literarias, una pareja con un amor atormentado, personajes tristes, profundamente tristes que dan ganas de llorar de sólo pensar en cuál será el próximo libro de Murakami que leeremos. La fórmula de Murakami resulta ser haber alcanzado la estética de la tristeza en sus novelas.

El único dato curioso es que aquí vuelvo a encontrar esa visión japonesa primermundista de América Latina en una vaga referencia geográfica, en «Tokio blues», Murakami hace referencia a Uruguay, y habla de un lugar lleno de mierda de vacas, vaya, un enorme país potrero, en «Al sur de la frontera, al oeste del sol» la referencia recae sobre México:

«-Yo también -coincidió Shimamoto-. De mayor cuando leí la letra de la canción, me llevé una desilusión. ¡Sólo era una canción sobre México! Yo que pensaba que al sur de la frontera debía de haber algo maravilloso.
-¿Cómo qué?
Shimamoto se echó el pelo para atrás con las manos y se lo recogió.
-Pues no lo sé. Algo muy hermoso, grande,suave.
-Algo muy hermoso, grande, suave -repetí-. ¿Se puede comer?
-Shimamoto se rió se rió. Pude entrever sus dientes blancos.
-Quizá no.
-¿Se puede tocar?
-Quizá sí.
-Me parece que hay demasiados quizás -dije.
-Aquel es un país con muchos quizás.»

En esta parte Shimamoto y Hajime hablan de la canción South of the border de Nat King Cole.