sábado, 29 de octubre de 2016

Juan Villoro: Balón Dividido


EL GOL QUE CAYÓ DOS VECES

La imaginación suele ser desafiada por goles fantasma. ¿Entró la pelota en la portería o botó en la línea para huir del arco? En casos de alta indefinición, nuestras preferencias resuelven lo que los ojos no pudieron ver.

El 18 de abril de 2007 Lionel Messi produjo una nueva clase de gol fantasmagórico: la copia de una anotación que parecía irrepetible. Veintiún años después de que Maradona burlara a media docena de ingleses en el Mundial de México, la Pulga repitió la proeza ante el Getafe. Ambas jugadas ocurrieron en la misma zona del campo, duraron once segundos y fueron ejecutadas por argentinos en estado de desmesura.

El gol de Messi permite pensar en el extraño arte del copista. El escritor argentino Juan Sasturain comparó al delantero con Pierre Menard, el personaje de Borges que dedicó su vida a calcar el Quijote palabra por palabra. Con desafiante ironía, Borges presenta a un tarado que sin embargo tiene un sesgo genial: hace una copia idéntica pero en una época diferente; por lo tanto, obliga a que «su» Quijote no sea leído como una obra renacentista sino contemporánea. El contexto define el sentido del arte. En el relato, Borges se burla de las exageradas interpretaciones de los críticos, pero también plantea la posibilidad de que alguien sea original como segundo autor de una obra. Tal fue el caso de Duchamp con la Mona Lisa de Leonardo. Un buen día le pintó bigotes para desacralizar la imagen clásica, luego le quitó los bigotes y el cuadro quedó como siempre, sólo que ahora se trataba de una Mona Lisa «afeitada».

El gol de Messi expresa de manera sencilla y contundente la capacidad creativa de un imitador; su jugada fue un prodigio que a nadie se le ocurrió considerar original. Al respecto escribe Sasturain: «En estos tiempos de fútbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es demasiado raro que se vean goles iguales a otros –hay infinidad de casos en que se repiten calcados circunstancias y desempeños–; lo extraordinario del caso es que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo –por definición– irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual. No hizo otro gol parecido ni lo copió ni lo imitó ni lo tradujo: simple, increíblemente, lo hizo otra vez». Al modo de Pierre Menard, Messi fue autor de una obra maestra que ya existía.

Hasta ese momento, el gol de Diego tenía una forma casi abusiva de ser el mejor de todos. El capitán argentino se singularizó de manera histórica en un Mundial, ante una escuadra de enorme jerarquía. Nunca antes ni después un jugador gravitó tanto en el ánimo de los suyos; en 1986 Maradona dejó la impresión de que bastaba darle la pelota para que hiciera campeón a su equipo. El Negro Enrique, que le cedió el balón en medio del campo, resumió la «diegodependencia» del equipo con picardía de barrio: «¿Viste que pase de gol te puse?». Aquella jugada de trámite en el centro de la cancha había sido, en efecto, un pase de gol para el desaforado 10 de Argentina.

Como el fútbol perfecciona mitologías, el tanto legítimo de Maradona fue acompañado del que anotó con el puño rebautizó como «la mano de Dios». Diego selló la historia del fútbol con la dualidad o duplicidad de su talento: en 1986, durante noventa minutos de verano, fue Jekyll y Hyde ante Inglaterra.

La versión de Messi de la jugada en que un exagerado marea a medio equipo, desconcierta como un milagro: el mejor gol son dos. Aunque el de Diego tiene mayor importancia por haber ocurrido en un Mundial, el de Messi reproduce el exceso instante a instante, sin adelgazarlo en lo más mínimo, cumpliendo con los requisitos del copista y del aparecido.

Como sugiere Jorge Valdano, lo asombroso no sólo fue la ávida reiteración de Messi, sino que el destino le propusiera idénticos obstáculos. Veintiún años después los defensas fracasaron en los mismos lugares de la cancha con pulcritud de seres hipnotizados en favor de una buena causa. Nadie frenó el portento de una artera zancadilla.

Lo extraordinario despierta suspicacias en un mundo imperfecto y no faltan quienes opinan que los goles de Maradona y Messi podrían haber sido evitados con el sencillo recurso de la fuerza bruta. Pero este argumento cojea como si lo hubieran pateado. La veloz carrera con el balón junto al pie, practicando quiebres de escapista, sólo se hubiera impedido con un desfiguro mayúsculo, un lance de lucha libre digno de rubor que se hubiera materializado en tarjeta roja.

Ante las gambetas en serie de Messi, los locutores dijeron: «Maradona». La imposible imitación había ocurrido.

La única diferencia significativa entre los dos goles es que Diego anotó de zurda y Lionel de derecha. El asombro de la jugada proviene de su condición de espejo. Durante once segundos, guiado por el impulso anotador, Leo no podía saber que imitaba el complicado tanto de Diego; actuaba con la espontaneidad de un doble: el otro era el mismo. Al disparar, anotó dos veces, en la cancha del Barcelona y en el recuerdo de los hinchas deslumbrados por el gol de Maradona.

1986, 2007. Ésas son las fechas. Lo raro, lo fascinante, es que ninguno de los dos goles desmerece en la comparación. El primero se refuerza como profecía del que vendría, el segundo como cita clásica.

En el mundo de la acción no existe el plagio ni el derecho de autor. El gol de Messi sólo puede ser virtuoso. Convirtió al fútbol en la incalculable actividad donde lo único ocurre dos veces.


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