«y cuando somos fuertes,
nos devora el temor de seguir,
cuando soy más débil...»
Ha
comenzado a llover. La ciudad se moja, y nada queda ya de un calor de
temporada que estuvo a punto de incendiar las camas en las que la
gente que habita Tegucigalpa hace que descansa. Con la lluvia, vienen
también las migraciones, pero también viene el recuerdo de cuando
nada en ella me parecía hermoso. Sólo que era la culpable de las
cosas malas, la tan llena de soledad.
Comencé
la migración poco antes de los treinta, y la primera vez que vi la
lluvia cubriendo a Tegucigalpa de un manto largo de húmeda
transparencia, me hizo entender la belleza que habita en ella. Todo
ruido posible desaparece. Toda angustia parece extinguirse. Es la
lluvia en realidad la que reinvindica nuestra humanidad, y no
nosotros mirándola con cierta envidia.
La
lluvia en el norte hondureño es distinta, es una lluvia más pesada.
Casi que no se puede vivir con ella. En Xela, la lluvia viene
envuelta en un frío terrible, un frío que entra y se te clava en
los huesos, y nada hace entrar en calor al corazón humano. En
Tegucigalpa, más allá del colapso urbanístico, la lluvia tiene el
encanto de las cosas inacabadas.
Las
migraciones son la acumulación de las cosas inacabadas. Por ejemplo,
alguien que migra porque necesita encontrar un mejor trabajo, aunque
esto implique dejar atrás una vida en la que relativamente era
feliz, y esa vida queda en suspenso, esperando su regreso, siendo
inacabada. Cuando me he mudado de una ciudad a otra, de un país a
otro, de una casa a otra, de un apartamento a otro, he dejado atrás
esa vidas, han entrado en ese largo suspenso, quizá esperando mi
retorno, quizá no sabiendo más de mí ni yo de ellas. Como la
lluvia, que cada vez que cae es nueva, yo soy un hombre nuevo en un
nuevo espacio por descubrir.
De
mi vida inmediatamente anterior no es de lo que quiero hablar, ni
siquiera de la nueva, que es este pequeño viaje en el que me
acompañan mis gatos. Vamos sorteando un poco la suerte, yo más que
ellos, y ellos siempre conmigo.
De
lo que quiero hablar es que ahora veo a una ciudad nuevamente
húmeda, con el sonido de la lluvia, ella también es otra como quizá
yo lo soy. Una ciudad cada vez más sola.
Me
pongo nuevamente la vieja escafandra imaginaria, y la recorro
imaginariamente, porque de otra forma a veces me da miedo, a veces.
La
ciudad es un viejo reloj, es un antiguo pensamiento.
La ciudad y su cúmulo de esqueletos hambrientos habita el imaginario
de alguien que pretende ir un poco más allá, surcar las fronteras de lo incorrecto, y regresar ileso a la seguridad de su hogar, pero nada
es tan cierto, que las heridas hechas en el corazón son aquellas a
las que por extrañas razones nos vemos atraídos, de las que por
extrañas razones se nos es imposible escapar.
La
ciudad es un charco de luz que hacen las palabras que tecleo en mitad
de la noche, por eso, el insomnio ha vuelto y tiene por rostro el
mío, uno cansado, uno de hombre envejecido, con la nostalgia como
bandera y no como pose de enfermo.
La
ciudad se va nuevamente, envolviendo en aquello que fue, pero que ya
no es más que un tierno recuerdo. La lluvia no cesa, porque la
tregua es para los cobardes.
Vuelvo al blog, vuelvo a la digital anatomía de un hombre que he sido. No tengo manifiesto ni abismo. Continúo en el cigarro comprometido y en la vaga promesa del café que por la mañana reinvidicará mi humanidad, como la lluvia reinvindica a la ciudad y sus pequeñas cosas hermosas.
Vuelvo al blog, vuelvo a la digital anatomía de un hombre que he sido. No tengo manifiesto ni abismo. Continúo en el cigarro comprometido y en la vaga promesa del café que por la mañana reinvidicará mi humanidad, como la lluvia reinvindica a la ciudad y sus pequeñas cosas hermosas.