Por: Héctor Efrén Flores
Poeta y fotógrafo/miembro del colectivo Atrapados en Azul y de AenR
Una de las ventajas de tener amigos artistas, me dijo una vez un amigo, es que puedes tener acceso al arte casi de forma gratuita. En aquel entonces no le puse mucha atención a la frase porque a mi juicio el arte debería ser gratuito, ser un bien público y, además, una herramienta para la transformación social y reivindicación de la dignidad del ser humano. Claro es que hasta entonces no me había puesto a pensar en los libros, los cds, las pinturas, las fotos y otro montón de manifestaciones artistas que me llegan a las manos directamente de sus creadores y por los cuales no pago un peso, lo cual los convierte en arte gratis. Después de esa pensadita admito que la frase es bastante apropiada, pero para mi propio consumo prefiero poner el énfasis en la gracia de tener amigos artistas y no en la posibilidad de tener arte gratis.
Estos días llegaron a mis manos dos libros, distintos en sí mismos, llenos de genialidad y sobre todo con la frescura de sus personajes. Me vinieron del horno mismo de sus autores y con sendas dedicatorias de las que estoy seguro no soy digno, pero que garantizo a sus creadores esforzarme para no defraudar la confianza que me han manifestado en tan bonitas palabras.
Uno de esos libros es un poemario de un compai al que físicamente no conozco pero con el cual siento un tipo de empatía natural. Y cuando leí su libro, cuando decodifique a mi antojo y, seguramente desnaturalizando la calidad de su letra, cada uno de sus versos descubrí donde radicaba esa empatía. Sin duda tenemos un 89, un dial clandestino, una nostalgia por la insurgencia y la rebeldía de la generación revolucionaria anterior y una pasión por lo natural que es muy común y que, a mi juicio, es lo que amarra las cabuyas que tejen la empatía que le profeso. De Fabricio Estrada y sus Poemas de Onda Corta escribiré en otro momento, cuando él me lo autorice y cuando me haya ganado con aplomo el derecho de hablar de un artista en todo el esplendor, sin que mis palabras resulten bisutería barata ni sus libros dedicados compra de voluntades. A lo sumo decirle, ahora por este medio, que valió la pena leerle. Seguramente hay verdaderos lectores que ya le habrán dicho lo bien lograda que es su poesía.
El segundo libro que leí se llama Partiendo a la Locura, un libro del compai Martín Cálix, del cual hablaré más pues cuento con la autorización suya para hacerlo. Pero además, porque es un libro de un escritor que no solo es mi amigo sino también mi compañero de lucha, no solo somos progrejeños (manera propia de sustituir la s por la j que tenemos los originarios o residentes de años en la ciudad de El Progreso) sino que juntos soñamos la idea de otra Honduras escribiéndose desde los pobres, con los pobres y para los pobres. Una en donde la dignidad se asuma como norma y la justicia como ley.
Partiendo a la Locura llegó a mis manos con muchas leídas previas y en fragmentos. Con muchas musas conocidas y cafés inconclusos que nuca se terminaron de servir en las tasas y mesas a donde fueron citados. Pero cuando los cuentos vinieron juntos, metidos entre una portada y contraportada color verde y azul, con un rostro tan parecido a las nostalgias y pálido como esos recuerdos que no vamos a ser capaces de borrar nunca, me sentí alagado. El libro no solo eran los cuentos de un amigo artista en resistencia, que ya es bueno y bastante, sino que era un pedazo de la vida de un compai, al que el arte le brota como le brota el hambre, el humo de los cigarros y las ganas de volar.
Partiendo a la locura es un libro sencillo, que fluye naturalmente y que te mete en el desde el principio por ser el reflejo de lo cotidiano, de lo no tan pensado y de lo amorfo que es el ser humano cuando no está en su espacio. Yo, como todo mortal que lee un par de cosas y se cree todo lo que ahí dice, quiero aprovechar para dar algunas razones por las cuales creo que vale la pena que abran las primeras páginas y dejen que esos cuentos en tríptico los cautiven, los detengan en ellas y los enreden como los personajes que ahí se resbalan. Sin embargo si a alguno le resbala el libro entero pues no importa ya habrá otro que quiera leerlo.
La primera razón es el origen. Conozco a Martín de las calles, siempre despeinado y sin complejos ante la posible sacudida que nos pueda dar la policía en las protestas, a pesar, como diría él mismo, de no tener cuerpo suficiente para aguantar la verguiada. Se dé su vanidad natural y ese ego por ser el mejor siempre, pero cuidadoso de que esas características no vallan a joder la vida de los otros.
Estoy convencido de su compromiso por la causa de la otra Honduras, la que no se vende al mejor postor, la que nos incluye a todos y todas y se construye para y desde todos y todas. Estoy convencido de su búsqueda incesante para ser mejor y de las ganas de sentirse artista que lo ha llevado a experimentar con fotografías, poemas, ensayos, gestor de cultura, narrador y ahora cuentista. En todas ellas siguió siendo él y, bajo esa premisa de autenticidad, si no lo ha logrado al menos nos ha dejado el buen sabor del intento.
Encontrarme con Leónidas en esos cuentos, verlo ir y venir por amores furtivos y adolecentes, disfrazado de rebelde, a veces joven y otras viejo; haciendo peleas y comparaciones innecesarias entre Fito, Sabina y Saúl cuando todos sabemos que Charly es el mejor jajajajajajajajaja, ahogándose en la soledad de un vaso cuando en realidad lo que ahoga es este sistema que diezma y fragmenta la vida, es como encontrarme a Martín en las calles, protestando, haciendo fotos a la vez que intenta prever los enfrentamientos con la poli y fumando cigarros cuando en el fondo lo que hace es intentar quemar en el tabaco las nostalgias.
La segunda es por la necesidad ineludible de otra lectura que ofrecer a los que nos vienen siguiendo los talones. Los cuentos en el libro son el reflejo de una lucha que se libra entre una vida joven casi adolecente que sueña con aventuras y otra, también joven al borde de la rebeldía que busca construirse oportunidades en una patria donde están prohibidas hasta las utopías.
En la cotidianidad nos encontramos con una juventud abstraída, bien lo dice Leónidas, cada cual vive en el mundo que le permite su propio aipad (de paso espero haber escrito mal ese nombre) y desde ahí es imposible ver la realidad del mundo. Esa que marca la mecánica forma de vivir, que nos hace insensibles a la muerte y nos arrebata la posibilidad de construirnos en colectivo una vida mejor. El mundo moderno que nos aleja de las páginas de papel para sumergirnos en los decibeles y pixeles de una página virtual.
Es importante concluir la tarea. Martín nos regala el libro, que con gusto digo no es una novela cursi ni una revista de Cosmopolitan, pero hay que ponerla en las manos de las y los jóvenes para que la lean. Para que se descubran en sus personajes y con ellos se construyan un mejor desenlace para esta edad tan pródiga que da muchas emociones pero bien puede pasar inadvertida: sin pena ni gloria.
Seguramente habrá muchos que no querrán leer Partiendo a la locura bien porque se sienten mejores, porque les parezca inmaduro, porque no tienen empatía con el autor o simplemente porque no les da la regalada gana. Seguro no lo leerán pero sí estarán dispuestos a lanzar su crítica. Esa es a mi juicio la otra razón por la que hay que leerlo.
Si algo vamos a decir bien a favor o en contra de la obra, desde luego más que de su autor: aunque somos muchos los que no sabemos guardar la distancia entre una cosa y la otra, debe al menos haber la obligación moral de leerla antes. Saber que hay de fondo, descubrir lo complejo de lo simple, lo ordinario de lo encasillado y si en algo ayuda lo mortal que hay en cada uno de los cuentos que ahí se desarrollan. Yo me reservo a decir que la madurez literaria de un escritor está muy ligada a la madurez lectora del público al que llega.
Ella se compadece del viejo, y de donde quiera que haya estado todos estos años esperándolo, decide hacerse aparecer, para guiarlo tal vez. Pero esta mañana no solo sabe, se ve o esta distinta, sino que huele diferente y no es por culpa del tabaco, el viejo lo sabe, su olor a penetrado cada rincón de la habitación como antes lo hiciera el sol. Ella le toma la mano al viejo y se van caminando despacio, sin decirse nada pero reconociéndose uno en el otro. Ojalá, como en el fragmento del cuento antes escrito, el lector se encuentre con los personajes de esta obra y desde ahí con la vida, esa que no basta con reconocerla como el acto relevante y natural de respirar, sino como el acto de resistirse a la complicada modernidad del sistema que ya no permite esquinas para seguir soñando una Honduras diferente.