“yo te daré mis ojos para que llores”
Saúl Hernández
Es probable que mucha gente muera el día en que nace aunque no se haya percibido su muerte, sino mucho tiempo después. Es probable que la gente muera unos días después. Quizás muera unos minutos antes de nacer, es posible que esto suceda. Sin embargo, yo nací en abril y nací bien. Nací y viví. Sigo vivo.
Mi madre siempre ha creído que soy un ser especial. Que no me llevo bien con las desilusiones y con el dolor del alma que acompaña a seres como yo, quizás porque eso debe ser cierto es que a veces puedo llegar a sentir como si me encontrara atrapado en laberintos que recorren la ruta de mi insomnio, aunque estas palabras no son mías, le pertenecen al maestro Saúl.
Nací en abril, ya lo dije antes, ¿y qué significa todo esto?, soy Aries por signo, ¿Qué envidia debo causar a los demás seres de este planeta? -¡creo que ninguna!-.
Sin embargo comenzar a escribir este relato no es un afán malintencionado de remitirme a un dato autobiográfico, ni de tratar de acomodar mis memorias para que se vean algo atractivas para alguien en especial, sino por ella. Quien es pequeña de estatura nada más porque la tierra no dejó que sus piernas se alargaran. La tierra y sus terrenales razones para hacerla sufrir.
Ella logró traducir las historias no contadas para mí. Besó el viento seduciendo a la muerte cuando el asma se tropezaba conmigo en agosto. Decidió que febrero ya no se llamaría febrero sino Len y febrero obedeció. Creó una estación de flores en junio espantando miedos y pesadumbres de la puerta de casa.
Ella, cuyo peligro mayor es estar viva. Desanda las huellas caminadas ayer y olvida lo que no le pertenece. No se arrastra, ni flagela su alma. No se vende.
Debo admitir que se me vuelve difícil describirla pues a veces se me pierde, no se deja ver, se esconde de mí. Pero a pesar de eso siempre me deja la seguridad que ahí está, no importa dónde, pero ahí está, contando sueños y bordando historias en mi subconsciente como arquitecto del inframundo, vaciando perlas y dando color a lo que no existe.
Su nombre pueda que sea olvido, o tristeza, o fuerza, pueda que sea odio, quizás futuro. Su nombre lleva implícito el deseo de morir amarrado a las raíces que atan nuestras historias. Su nombre es verdad. Su nombre es calma. Su nombre es tempestad. Su nombre es fuego. Su nombre es innombrable en días de invierno.
Mi madre siempre ha creído que soy un ser especial. Que no me llevo bien con las desilusiones y con el dolor del alma que acompaña a seres como yo. Como ella. Mi madre siempre ha creído aunque yo no crea en nada que no se pueda ver, tocar, sentir, cambiar, destruir y reconstruir.
Mi madre siempre ha creído que no creo más que en nosotros. Aunque a veces la vea desnuda, llena de dolor y odio.
Ñ Editores, septiembre de 2011 -.
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