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El único gol que he visto por un hondureño en un mundial de fútbol, lo anotó Costly, un gol bello, que yo podría enmarcar y decirle a la gente cuando me visite en casa –y muy orgulloso, claro– éste es uno de los mejores poemas jamás hechos en Honduras, superado sólo por aquel antológico de Pecho de Águila Zelaya, el mejor poeta hondureño.
En Guatemala jugábamos a la chamusca (esa versión guatemalteca de la siempre bella «potra» hondureña) con un grupo de inadaptados, poetas en su mayoría, y a mí siempre me ponían a jugar porque ser hondureño me cubría de una especie de manto goleador, de ese mismo del que parecen estar cubiertos los delanteros brasileños. Pero eso sólo era posible desde la miopía poética de mis amigos, que eran, al menos en eso, muy amorosos.
Con el tiempo, a la chamusca dejaron de llegar los poetas, porque eso siempre es así. Y el grupo comenzó a diversificarse, era más, un club de fans del fútbol, que un equipo de barrio, y a mí eso me parecía bello.
Alguien dijo, más de una vez, que ver jugar a Messi era como ver jugar a un niño. Esa inocencia que no debería perder nunca el fútbol es posible en las canchas de barrio. Aunque en algunos barrios hondureños se hayan convertido en el espacio de dealers y reclutadores para pandillas, y el narcomenudeo. Fuera de eso, aquello tan tierno cuyo origen está en la infancia, puede sobrevivir, apenas.
Cuando era niño, en mi barrio no había cancha, así que jugábamos en la calle, y descalzos. Aquello se convertía en el griterío más polvoriento jamás escuchado. Y esa magia, fue borrada por la atomización del pavimento sobre nuestra calle, y por la envestida final de las maras hacia finales de los años 90.
En los 90, vi maravillado el mundial del 94 y el del 98. En Estados Unidos, se selló el final de la carrera de Maradona, y llorábamos, aunque no sabíamos por qué, llorábamos por él. Era el gran tema de conversación en mi escuela. Hasta que Brasil derrotó en la tanda de los penales a aquella Italia memorable, pero a quien su número 10 no le ajustaban las fuerzas para encajar en la meta de Taffarel. Baggio corrió con la suerte que corren los grandes que han fracasado en esa misma instancia. Y jamás volvió a ser el mismo. En Francia, lo locales serían los más sorprendidos. Los galos levantaban una copa reservada sólo para quienes conocen el Olimpo. Y así, ellos pasaban a ese selecto grupo de semidioses. Los 90, en términos futbolísticos, fue una década interesante. Excepto por las transmisiones del fútbol italiano a las 6 de la mañana de cada domingo.
En mi barrio nos pintábamos con marcadores números en las camisetas. Y armábamos equipos imaginarios, que jugaban en una liga imaginaria. Era lo más parecido a tener un mundial en nuestra calle.
De adultos, la potra es algo muy cercano a recuperar la libertad salvaje de la infancia. El griterío vuelve, y aunque ya no juguemos descalzos, y hayamos sustituido la calle polvorienta por la cancha sintética, nuestro niño salta al partido, como si cada uno, fuera aquella final contra el Brasil de Taffarel y Rivaldo.
En 2014, Costly hacía posible aquella hipérbole del fútbol hondureño: el gol mundialista. Me quedé sin voz en la celebración. Costly sólo comprobaba que la leyenda urbana existía, era real, los hondureños eran capaces de anotar un gol en un mundial de fútbol, y hacerlo bien. Aunque en aquel partido, la selección ecuatoriana haría la remontada, condenando a la H a volver a casa, con la gloria de los vencidos, la de al menos haber anotado un gol.
El mundial de Brasil pasó entre chaomin, talleres de lectura para niños, y la chamusca de los sábados. La junta, la hacíamos en casa del Viejo Gruñón, apodo dado a don Edwin por su hijo, quien era el responsable de meternos a todos en su casa para ver el mundial. Xela, al menos durante ese breve periodo, no fue tan fría.
–Yo creo que los guatemaltecos jamás vamos a celebrar un gol en un mundial. –Me dijo más tarde un amigo periodista, que veía el partido conmigo, y que de alguna manera también era extranjero en Xela, porque él era de la Ciudad de Guatemala.
Don Edwin tenía voz de dragón, de locutor de radio AM, quiero decir. Era violentamente dulce, te puteaba y te daba un abrazo. Era el único del grupo, que realmente había jugado profesionalmente al fútbol, en los rojos, porque el Municipal fue el equipo de sus amores, aunque ya no hablaba mucho de su carrera futbolística. Él decía siempre que los jugadores actuales sólo se andaban con huecadas, es decir, que no jugaban como los de antes, algo muy parecido a lo que mi padre dice cuando afirma que los de la H del 82 sí eran hombres.
Don Edwin jamás nos fue a ver jugar la chamusca, que para qué iba a andar perdiendo su tiempo viendo jugar a pandos y duros. La jerga era lo suyo.
La única vez que me asaltaron en Xela, fue regresando de su casa, era el día de su cumpleaños. Y yo le dije que ir a su casa estaba asociado con las cosas menos probables. Que me asaltaran en Xela y el gol de Costly en el mundial de Brasil, por ejemplo. Él me miró como escrutando el vacío, ese día fumaba en silencio, porque el silencio era otro oficio que había aprendido con los años, y luego me dijo: «sólo huecadas decís, catracho de mierda». Sentenció la frase con una carcajada.
El viejo murió en 2015, y su muerte me llenó de mucha tristeza, pero recordar el hombre sin abismos que era en realidad, es hacerle el mejor homenaje que desde aquel gol que hicimos al conocernos, jamás pude. Porque el otro partido era platicar con él, era escuchar su escándalo amoroso, era reírnos, porque no sabíamos por cuánto más se contendría en volver a putear. Porque la otra cancha era volver a la infancia, en suma.
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