domingo, 17 de marzo de 2019

Llorar en febrero


Lento. A veces —muchas veces— camino lento. Sigo pensando que es un defecto que perfeccioné con la edad, pasar los treintas, decir tengo más de treinta, es que cuando tengás más de treinta. Excusarme, si se puede, en la idea de que a los treintas es cuando comenzás a bajar, a subir la panza, a caminar lento.

En abril cumpliré los treinta y cinco, y esto, lejos de cualquier celebración hedonista, es más un recordatorio: andate con cuidado, andate despacito, andate lento. Lo digo, me lo digo, porque cuando se piensa la vejez propia, y aunque los amigos intenten decirte que para eso aún falta, uno se pone reflexivo. O más bien uno se hace un hombre lleno de nostalgias. Llorar, sí, uno se valida hasta para llorar en público. Antes de los treinta, llorar en público era imposible.

La última vez que lloré en público fue durante el entierro de Josué. Mi primo, el hijo de la tía Suyapa, uno de mis hermanos más queridos, quiero decir. Con Josué incluso llegamos a compartir cama, una cama plegable, ya saben, de ésas que doblás a la mitad durante el día. No había más, era lo que teníamos para dormir.

Murió —lo asesinaron— en febrero. Nació en febrero. La vida suele ser un ciclo invisible.

Mi familia se ha reunido entera en los últimos dos entierros. Ellos, parece, entienden a ritmo lento la vida.

 La vida es de ciclos: lloramos —lloro, quiero decir— en febrero.

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