¡Milagro!
(fragmento de "Autobiografía de un hombre sin importancia")
Mi sueño de dictador fue dulce. Nunca imaginé que el solo hecho de pensar que uno tiene el poder para quemar esto o lo otro tuviera tanto significado en nuestra vida. Cuando el hombre tiene la potestad de destruir, tiene la potestad de Dios, podemos así decirlo, porque al hacer nuestra voluntad sin tropiezos, sin negativas, somos dueños del destino, dueños de la humanidad misma, de la suerte misma de todas las personas. Por eso los dictadores se creen pequeños dioses y mientras no haya nada que a éstos les saque de su sueño, destruirán todo lo que tengan a mano, porque hay un detalle esencial en ellos, al ser pequeños dioses y no poder crear nada, no tienen otro camino que destruir para demostrar su poder. En mi sueño, tenía una montaña de libros apiñados, listos para ser purificados. En mi perspectiva tenía que salvar el alma de esos libros, "el fuego purifica" y no quería el alma de esos malos escritos se quemara injustamente por culpa de sus creadores en el terrible infierno de las letras. A pesar de ser un dictador, también ejercía el papel de salvador de esos libros. La vida es contradictoria, pero es mejor no profundizar en ese asunto. Un dictador que salva. Mejor es no profundizar.
-"¿Fiebre sin fin?"
-¡Al fuego!
-"¿Teleño, el niño que conoció el mar?"
-¡Quémenlo!
-"¿Canto al obrero?"
-¡Al fuego!
-"¿Paraísos mudos?"
-¡Purifíquenlo!
-"¿La biblia del asno?"
-¡Échenle más gas!
-"¿Poemas para la resistencia?"
-¡Al fuego inmediatamente!
-"¿Llora Alegría?"
-¡Al fuego!
-"¿Caballo verde?"
-¡Quémenlo!
-"¿Antinomias de café?"
-¡Al fuego! ¡Al fuego!
-¡Fuego!... ¡Levántense! ¡Fuego!
La fuerte y asustada voz del parlante me despierta. Todos en la sala están como locos, corriendo de un lado a otro. El humo se vuelve más denso. Respirar cuesta mucho. Las enfermeras nos ayudan, esta vez sí parecen ángeles, aunque solo unas dos se toman su trabajo muy en serio. En un país con pocas oportunidades, hay que tomarse los trabajos con mucha seriedad. Salimos de la sala como podemos, hay alboroto en el pasillo. Las gradas están abarrotadas de cuerpos nauseabundos que pelean por bajar de prisa. Hay algunos que se caen en la corrida, y los que vienen atrás, no tienen la mínima humanidad en sus personas, en vez de socorrer a los caídos, se paran sobre ellos como si fueran una concha del suelo, como si solo fueran basura. Yo mejor salto sobre los cuerpos, me sentiría mal de haberme parado sobre ellos. Al salir a la parte baja veo que suceden cosas extrañas: Los quemados, comienzan a quitarse las vendas, los que sufrían quebraduras comienzan a quitarse los yesos, los más débiles comienzan a ejercitarse, y los enfermos terminales caminan al puesto más cercano de periódicos para buscar dentro de éstos algún trabajo en la parte de los clasificados. Esto no es normal. Esto no tiene sentido alguno. Los doctores están perplejos al ver el estado de los pacientes. Las enfermeras que cuidaban sus trabajos ponen cara de preocupadas, pues piensan que si las cosas toman ese rumbo, dentro de poco estarán sin trabajo. Me toco la cabeza y no siento nada, reviso bien mi cicatriz craneal de treinta dos puntos y no la encuentro. Baja un médico sonriendo, se nota que es de los buenos, de los que desean que todo mundo esté sano, mira a los sanos enfermos y sonríe aún más.
Una enfermera le pregunta:
-Doctor ¿cuál es la explicación de este suceso? Esto no tiene ninguna lógica.
-Se ha quemado el cuarto de los historiales donde estaban los expedientes de estos hombres. ¡Esto es un milagro! -Gritaba el médico de rodillas mirando al cielo.
Y recordé mi sueño, sí. Recordé lo que hacía para purificar el alma de los libros. Todos estábamos sanos, aquel ejército de cuerpos putrefactos ahora era una sola masa saludable. Los hombres reían sinceramente, las enfermeras lloraban sinceramente. Unos médicos lloraban y otros sonreían. Estábamos atrapados en un remolino de emociones. Y recordé mi sueño. Nosotros a lo mejor también éramos malos libros de la vida, y el fuego... el fuego nos había purificado.
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