Santa no existe. Me di cuenta de ese pequeño detalle a temprana edad, algo no coincidía, algo estaba verdaderamente mal. Mi casa de infancia, la casa de mi madre, no tenía chimenea y las casas por las que anduve nómada en mis años de vaquero explorador espacial tampoco tenían chimenea, es decir, mis abuelas eran igual de pobres que mis padres y viceversa.
Durante casi un año, que para mí significaba escaparme constantemente de los niños que siempre me querían golpear o cuando por fin era atrapado, inventar la mejor de las historias para que mi abuela Eloísa no se enojara o fuera a la escuela a insultar a maestros y alumnos, durante ese casi año, nadie nos mencionaba al dichoso hombre anciano de barba blanca y traje rojo.
Cuando en casa de mis abuelas montábamos los árboles de navidad (árboles de navidad que quedaban mejor montados que muchas instalaciones de arte contemporáneo hondureño) el problema radicaba en cómo entretenerse hasta la noche en que por arte de magia aparecían los regalos debajo del árbol, excepto el año en el que por robarme unos cohetes (o «cuetes», en buen catracho) le tiré una braza ardiendo a uno de mis tíos y ese año el regalo fue sentir el calorcito del cinturón de mi padre.
Ninguna acción que realizáramos podía explicarnos la existencia o no del dichoso gordo, preguntábamos y nadie nos respondía con la seriedad del caso, lo cierto es que en casa de mi madre no llegaría porque ella abandonó el catolicismo por el adventismo, en casa de Francisca (madre de mi madre) jamás llegaría porque no había chimenea y la gente siempre estaba en otra cosa menos en estar pendientes de su llegada, aunque las comidas eran exquisitas esos años. Me quedaba la casa de Eloísa, a la que yo recuerdo con más cariño del que en vida le di.
Pero tampoco llegaría, aunque había un mayor esfuerzo aquí, cuando de esperarlo se trataba. Apenas iniciadas las vacaciones escolares y, mi tía Suyapa se relajaba, entonces nosotros, mis primos y yo, teníamos luz verde para emprender la búsqueda del espanto. Razón por la que nos metimos en muchos problemas, sobre todo con la vecina de atrás a la que siempre creímos que le caíamos mal porque no nos dejaba ver a su perro, Nicolas, un hermoso pastor alemán, o con las monjas de al lado porque siempre le robábamos las naranjas al árbol que ellas tenían.
La búsqueda incansable nos llevó toda la infancia y un día dejamos de hacerlo, también dejé de visitar las casa de mis abuelas, aunque extraño los años en que me escondía para ver el altar de Eloísa a San Simón, con sus hermosas flores amarillas, su puro y pachita de guaro.
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